Los dioses falsos habían inundado la tierra y esta gemía a causa de la maldad social imperante. Y sucedió lo inevitable: el horrible juicio de Dios comenzó a manifestarse contra su pueblo. Fue Ezequiel, un joven exiliado en Babilonia, quien recibió de parte de Dios el cometido de advertir a su pueblo acerca del juicio inimaginable y aún más atroz que se avecinaba.
Cuando el acontecimiento más traumático de la historia del pueblo de Israel de la Biblia tuvo lugar, la destrucción de Jerusalén y del templo, el ministerio de Ezequiel dio un giro inesperado. El grueso de la población que había sido desplazada llegaba ahora para reunirse con los primeros exiliados. El profeta tendría que luchar para proporcionar significado, consuelo y esperanza a lo que quedaba del pueblo de Dios, destrozado, diezmado y absolutamente demoralizado.
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