Hay hombres que nacen de las cenizas de sus sociedad, familia o entorno. Personas que luchando contra la adversidad, la injusticia o la discriminación logran un cierto reconocimiento social, cultural o religioso. Martín Luther King no fue uno de ellos, era un privilegiado dentro de los discriminados. Un príncipe de los mendigos, en una sociedad que excluía al diferente. Un pequeño burgués, con una situación acomodada, con un futuro prometedor, pero que arriesgó todo eso por una creencia, por un sueño. Naturalmente, Martín no se levantó un día y dijo: voy a cambiar las injusticias que sufre mi pueblo, pero, imitando inconscientemente al hebreo Moisés, vio como su pueblo era torturado y supo reaccionar ante ello. Quiso llevar a este nuevo Israel al otro lado del Mississipi, a una tierra de la que fluía leche y miel. Donde los negros pudieran olvidar el duro Sol del Sur y curar sus heridas, dónde volvieran a sentirse personas y olvidarse del miedo.
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